Estas relaciones no son exactas, pero señalan el camino que seguirán los hechos a partir de determinadas decisiones de política económica. Por ejemplo, quienes recuerdan o estudiaron la evolución de la coyuntura económica anterior a 2005, cuando Néstor Kirchner despidió al Fondo, entrevieron el mismo día de 2018 que Mauricio Macri anunció el regreso al organismo, como seguiría la película política de los años venideros. Y mucho más cuando se anunció que los sucesivos acuerdos sumarían desembolsos por más de 50 mil millones de dólares, de los que finalmente solo llegaron a desembolsarse 44 mil. Se trataba de una cifra imposible de devolver en el corto plazo, la predicción evidente era que se había vuelto a caer en la trampa de la sujeción a los acreedores y en la remanida dinámica pre 2001 de las renegociaciones permanentes.
Quedar en manos de las renegociaciones repetidas con el FMI significa que, más allá de las formas, el contenido central de la política económica local queda definido de hecho por la lógica del capital financiero internacional. Sin dudas este fue el principal logro del gobierno del PRO-UCR 2015-19, una herencia muy similar a la en su momento dejó la dictadura cívico-miltar 1976-82, la que dio lugar a un cambio radical del régimen económico, un novel proceso de desindustrialización y dependencia de los acreedores cuyo resultado más palpable fue el fin del modelo de la ISI (la Industrialización Sustitutiva de Importaciones) y la inmediata década perdida de los ’80, cuyas frustraciones llevaron al entronización del “neoliberalismo peronista” de los ’90, increíblemente reivindicado por la nueva ultraderecha. Con prescindencia de las fluctuaciones cíclicas de la economía y de algunos períodos de auge, como el de 2002-2011, con el intermedio de la crisis financiera de 2008-9, el panorama general a partir de la introducción de las políticas modelo FMI fue el estancamiento económico que, siempre con fluctuaciones, llega hasta el presente, en el que efectivamente sucede aquello que pudo preverse a partir del megaendeudamiento: una política de renegociación permanente signada siempre por la contrapartida de que la espada de Damocles finalmente caerá.
Dicho de otra manera, las renegociaciones con el Fondo siempre son a todo o nada, con el cuchillo en el pecho: si no se consigue algún arreglo la catástrofe de la corrida cambiaria queda a la vuelta de la esquina. Este es el mal presente del gobierno, aunque existe una economía que podría dispararse en el mediano plazo con un boom exportador, el día a día es sudar la gota gorda de la escasez de divisas.
En este escenario, el gran éxito de Sergio Massa como ministro de Economía consistió, hasta ahora, en evitar una crisis externa que, especialmente a partir de la sequía, parecía ineludible. Su gran limitación fue no haberse arriesgado a un plan de estabilización apenas asumió, lo que lo encerró en su tarea del presente, tratar de conseguir dólares de todos lados para conjurar la crisis, es decir para impedir una corrida contra el debilitado peso. Para los meses venideros no existe otra lógica, simplemente porque ya no hay tiempo ni poder político para impulsar las transformaciones de fondo que estabilicen las variables. Este panorama define cuáles serán las tareas del próximo gobierno: un plan de estabilización y renegociar la deuda. No será una cuestión de voluntad, sino un imperativo para cualquier fuerza que esté al frente del Estado. De nuevo, lo que se votará este año es la forma que tendrá la estabilización y quienes pagarán sus costos iniciales inevitables.
Ahora bien, para entender mejor el presente conviene estrechar el período de análisis. No es posible dudar del período de expansión que se produjo una vez superada la crisis de salida de la convertibilidad a partir de 2002. Después del shock inicial, la estabilización siempre es expansiva. Sin embargo, esta expansión no duró hasta 2015, sino hasta 2011, cuando el país perdió el autoabastecimiento energético y la restricción externa condujo a los controles cambiarios, el llamado Cepo, para evitar una devaluación y sus consecuencias. Desde entonces, entre 2011 y 2022, el PIB per cápita se redujo el 9 por ciento según el Indec como consecuencia de la sumatoria de estancamiento del crecimiento y aumento de la población. La primera conclusión es que no se puede mejorar la distribución del ingreso al mismo tiempo que la torta se achica. Y con prescindencia de las creencias personales, el PIB per cápita funciona como un gran indicador de las condiciones de vida de cualquier economía. La imposibilidad de que la producción despegue se basa en estos dos componentes, una macro desordenada y una torta que se achica.
Es altamente probable que el lector esté un poco harto de los diagnósticos y que le interese pensar en cómo hacer para superar la coyuntura. La solución económica debería ser más o menos simple, la solución política que le sirve de marco es, en cambio, mucho más compleja. La realidad política del presente, luego del fracaso del Frente de Todos en conseguir “unidad para gobernar”, está signada por la dispersión. La coalición de gobierno necesita reinventarse. Y como sucedió históricamente frente a la dispersión política, el primer paso para superarla consiste en votar. Cuando ningún candidato de la coalición garantiza por si sólo un porcentaje consistente de votos, no puede haber un candidato de consenso, sino que son los votos los que deben construir ese consenso. Volver a la definición cupular de un candidato tendría un gran efecto desmovilizador en las bases de votantes. El contexto es abismalmente diferente al de 2019, cuando estaba claro que el objetivo principal y la voluntad popular era vencer al macrismo. De lo que se trata ahora es de encolumnarse detrás de un candidato que construya peso político propio para gobernar, un candidato que tendrá la tarea de superar los pendientes de la actual administración para que la economía despegue.
Si bien las razones del estancamiento secular se remontan al origen de la instrumentación de políticas neoliberales a partir de 1975, el estancamiento del presente, la caída del 9 por ciento en el PIB per cápita, no comenzó en 2016 ni en 2018 con el regreso al Fondo, sino en 2011. Si durante el período 2003-2015 todo hubiese sido crecimiento y armonía no se habrían perdido las elecciones ni hubiese hecho falta “sontonía fina”. Evidentemente el cambio de tendencia a partir de 2011 había comenzado a generar tensiones y un cambio del clima social, por más que la derrota haya ocurrido en el margen. Una conclusión sobre esta secuencia es que la salida vía endeudamiento es un efecto, no una causa. Lo que debe hacerse para superar la coyuntura es estabilizar la macroeconomía y retomar el crecimiento, lo que demanda que también crezcan las exportaciones. Debe tenerse presente que lo que se redistribuye es el flujo de ingresos y parece evidente que redistribuir es más fácil mientras el ingreso se expande que mientras se contrae. No es primero crecer y después redistribuir, sino hacerlo en el durante, pero la economía debe estar en crecimiento y para ello debe estar aumentando sus exportaciones.
Si bien la tarea de renegociar con el Fondo puede parecer agotadora, la realidad es que la actitud del organismo durante la actual administración no fue destructiva. Salvo los pagos previos a la renegociación, el flujo de divisas fue positivo para la economía local. Haber roto con el FMI habría significado un shock inflacionario y recesivo y una salida muy dolorosa para los sectores más vulnerables. Romper con el FMI no es un plan y continuar atrasando tarifas y tipo de cambio es simplemente inviable, tanto como tener una tasa de inflación de 3 dígitos. Si se quiere transformar la realidad también deben asumirse las inconsistencias propias. La culpa no siempre es solamente del otro.
Fuente: El Destape