El levantamiento de un pueblo entero contra el ajuste socioeconómico brutal y la corrupción, sin precedentes en la Argentina y más conmovedor porque lo protagonizó una comunidad tan pacífica que su imagen llegó a ser mimetizada con la siesta. Por eso fue tan sorprendente esa “rebelión de los mansos”, que hizo arder en Santiago del Estero como en un fuego purificador a los símbolos de un poder que los condenaba al sufrimiento y la miseria. Se cumplen veintisiete años, y el recordatorio es una advertencia para los gobiernos feudales que persisten con manifestaciones de autoritarismo y abuso, como un virus de la democracia.
Transcurría el 16 de diciembre de 1993. El omnipresente sol santiagueño (que ocupa el centro de la bandera provincial) brillaba esplendoroso alumbrando el caos. Animada por gritos hostiles, una muchedumbre desenfrenada saqueaba y destruía los edificios del gobierno, la justicia y las leyes, y las viviendas de los políticos que los habían defraudado, y los incendiaban con llamas que lamían el cielo. En caliente ensayé la primera definición del fenómeno que no daba tregua a la cámara ni a mis pupilas en la cobertura periodística: “Apelaron a la violencia sin recordar que la violencia no conduce a ningún lado. Pero están obnubilados, hastiados, indignados son los pobladores de Santiago, de los más pobres de la Argentina”.
Un ajuste salvaje
La gota que hizo rebalsar un vaso que se fue llenando de injusticia durante siglos fue una “ley ómnibus” que dejaba en la calle a 10.000 empleados estatales, y reducía al 50 por ciento el sueldo de los que conservaban el trabajo. En una provincia que fue rica como pionera en las industrias algodonera, azucarera y de la madera (once millones de hectáreas de bosques de quebracho colorado fueron devastadas), casi la mitad de la población (44,8%) sobrevivía con el empleo público. El daño golpeaba la puerta de casi todos los hogares. La ciudad capital, fundada en 1553 era la más antigua de la Argentina, y la provincia se había convertido en la más pobre del país (el 53% de la población estaba en esa condición), con dolorosas manifestaciones de desnutrición infantil, analfabetismo, mal de Chagas extendido y desindustrialización.
La espontaneidad fue la marca de la epopeya gestada por el protagonista colectivo, que comenzó como una movilización convencional de los gremios de trabajadores estatales, hasta que la gente tomó en sus manos las riendas de la protesta, en un fenómeno que fue definido con la clarividencia de los artistas populares por el músico y cantor Alfredo Ábalos, en su chacarera “La 16 de diciembre”:
El pueblo entero salió y nadie lo dirigía, defraudado, empobrecido pero de pie lo veía.
De un lado quedó la unión del pueblo harto de las consecuencias del feudalismo brutal. Del otro, un sistema político y económico responsable de las causas, que se personificaban en la coyuntura en tres nombres: el presidente Carlos Menem, su ajustador ministro de Economía, Domingo Cavallo, y Carlos Juárez, que llegaría a ser cinco veces gobernador de la provincia en medio siglo de influencia personalista, aunque en la coyuntura se desempeñaba como senador nacional.
Cuando la gente reaccionó el pago de los sueldos estaba más de dos meses atrasado. Cavallo extorsionó implacablemente al gobierno provincial condicionando el envío de la ayuda financiera. “No habrá plata hasta que ajusten el desbarajuste que han producido”, advirtió. Al recibir los fondos después de aceptar el ajuste, el ministro de Economía provincial, Antonio Asseph pagó los sueldos de noviembre con la rebaja del 50 por ciento, pero no los pendientes de setiembre y octubre. Una provocación.
Un día de furia
Temprano en la mañana del 16 comenzaron a converger frente a la Casa de Gobierno densas columnas de trabajadores estatales (docentes, médicos, enfermeros, viales, administrativos, judiciales, de obras sanitarias). Eran miles. También había estudiantes, jubilados y grupos sociales movilizados. A las 10 un grupo quemó una camioneta oficial e impidió que los bomberos apagaran el fuego. La policía reprimió con gases y balas de goma, los manifestantes reaccionaron con una pedrea nutrida, hubo corridas y en medio de la violencia creciente la policía se retiró. La noticia convocó a más gente. Casi todos los dirigentes sociales se apartaron.
La muchedumbre ya sin control rompió a piedrazos los cristales de las ventanas del edificio y lo invadió. Al saqueo siguió el incendio. El gobernador, Fernando Lobo (había asumido como vicegobernador de Carlos Mujica, y lo reemplazó al renunciar éste por la crisis) ya se había retirado presuroso. Pareció reemplazarlo simbólicamente un invasor que se asomó al balcón sentado en el sillón oficial con un improvisado bastón de mando, para algarabía de la multitud. Los empleados atrapados en los pisos superiores se descolgaban desde las ventanas por sogas improvisadas con prendas de vestir, para huir con vida del fuego. Promediaba el día más largo de la historia de la provincia. Nacía el Santiagueñazo.
Durante dos días la furia popular impuso su escarmiento a los símbolos del poder público en forma incruenta y con precisión quirúrgica, sin siquiera rozar lo privado. No hubo un solo robo o saqueo de casas o comercios ajenos a los políticos, a pesar de que el hambre y la necesidad la motorizaban, como describió Ábalos.
Santiagueñazo
Padres, madres con sus hijos, abuelos, vecinos tíos, la comunidad unida recupera lo perdido.
La muchedumbre ávida de reconvenir a sus gobernantes llegó a la carrera al Palacio de Justicia y lo arrasó con la voracidad de una manga de langostas, hasta que resonó la convocatoria a los gritos:”¡vamos a la Legislatura!”. Cuando arribaron, rompieron a mano limpia los cristales de la puerta de entrada y la derribaron a patadas para entrar y destrozar todo a su paso. Buscaron con avidez el recinto de sesiones, y la furia se redobló en el ámbito de donde surgían las leyes que les arruinaban la vida. Por las ventanas abiertas arrojaron muebles y todo tipo de objetos, hasta las tapas de los inodoros. El montón informe fue convertido en una pira, con llamas gigantescas en las que por una ilusión óptica parecía arder la figura del presidente Carlos Menem, sonriente en un retrato proselitista pegado a la pared.
A los balazos
Ese día Menem estaba en el Vaticano, recibiendo una condecoración del hoy extinto papa Juan Pablo II y debe de haber visto por televisión las imágenes que recorrían el planeta para desmentir su prédica de que la Argentina había entrado en el primer mundo. En Santiago el pueblo recién comenzaba a despertarse de su larga siesta y llegaba el turno de las casas de los funcionarios. La de Juárez estuvo entre las primeras.
Santiagueñazo
Los ladrones disparaban como rata por tirante, y tronaba el escarmiento de un pueblo harto, anhelante.
El chalet de dos plantas fue vaciado con minuciosidad ante nuestros ojos por los más osados, mientras la concurrencia festejaba desde la calle cuando los saqueadores exhibían las botellas de whisky importado, la ropa interior con encaje, los tapados de piel y las obras de arte que para ellos eran objetos exóticos. Y después, el recurrente fuego destructor. A la casa de Juárez siguieron las de otros gobernantes, legisladores y políticos, sin distinción partidaria. El radical José Zavalía decidió resistir la invasión a balazos. Enmascarado y armado con una pistola disparó desde la terraza de su casa, y con el camarógrafo Héctor Pérez tuvimos que arrojarnos al suelo mientras las balas silbaban por encima de nuestras cabezas, mientras el gentío se desbandaba.
Al día siguiente los objetivos fueron las casas de los políticos de la ciudad vecina de La Banda, para llegar a la cual, como dice la chacarera, sólo “hay un puente que cruzar” sobre el río Dulce. Hubo dos incendios, uno en la casa del concejal Manuel Camacho, que guardaba en un galpón colchones y mercaderías que escamoteó a los damnificados por una emergencia reciente y retenía para hacer demagogia en las elecciones próximas. Pero la noche anterior había sido dispuesta la intervención federal, y ya estaba la gendarmería que dominó la situación a fuerza de bastonazos y detenciones masivas (luego todos los apresados serían liberados sin castigo). El interventor, Juan Schiaretti, del riñón de Cavallo, llegó con los fondos necesarios para apaciguar las demandas salariales inmediatas de los estatales. La intervención pasó. Después del desborde, la gente retornó a su rutina apacible, como un río que vuelve a su cauce tras una inundación bravía.
El principio del fin
Una vez más quedó demostrado que los políticos son expertos en mantener el poder, ya que no lo son en solucionar los problemas del pueblo. En 1995 Juárez volvió a ser electo gobernador por cuarta vez (tendría un quinto mandato a partir de 1999 que no llegó a completar). Pero no aprendió la lección, ya que insistió en sus políticas clientelistas y para prevenirse de nuevas reacciones populares sorpresivas montó una red de intimidación y espionaje, dirigida por el siniestro Antonio Musa Azar, ex comisario y jefe de Inteligencia de la policía provincial durante la última dictadura militar. Los crímenes de las jóvenes Leyla Bashier Nazar y Patricia Villalba en 2003 (llamados de La Dársena por el lugar donde aparecieron los cadáveres) fueron el principio del fin del predominio del longevo político. Ya gobernaba su esposa, Nina Aragonés, que había asumido en 2002 como vicegobernadora de Carlos Díaz, en quien Juárez había delegado el poder. Díaz estuvo apenas 23 días en el cargo, hasta que lo hicieron renunciar. Esos asesinatos, con probada responsabilidad estatal generaron movilizaciones multitudinarias y derivaron en la intervención de la provincia.
Fue el final del poder feudal de Juárez que con intermitencias duró más de medio siglo (había sido electo gobernador por primera vez en 1949). En 2008 fue procesado bajo la acusación de la comisión de crímenes de lesa humanidad, en una causa que investigó la desaparición de catorce personas durante sus mandatos, pero no llegó a ser condenado. En cambio, Musa Azar recibió tres condenas a cadena perpetua. Juárez murió en 2010. El Santiagueñazo quedó en la memoria colectiva de la población, como un símbolo de su poderío. La pueblada que corrió a los Juárez del gobierno en 2003, tras los crímenes de La Dársena fue como una continuidad histórica de aquél.
En 1991, otra reacción popular, las marchas del silencio en repudio al crimen de la joven estudiante María Soledad Morales por los “hijos del poder” había hecho caer en Catamarca al gobierno de los Saadi, típica manifestación de la tendencia al feudalismo de mandatarios provinciales que persiste aún en el presente. El pecado original es la tentación de perpetuarse en el poder, al que suele llegarse mediante la traición al antecesor que encuentra limitaciones para eternizarse. El paso siguiente es el de reformar las leyes para acceder a reelecciones sin límites. Las políticas clientelistas, que originan dependencia (por el miedo a perder el empleo público), y el autoritarismo son elementos determinantes. La alternancia con familiares es un recurso recurrente. Lo practicaron Vicente y Ramón Saadi (padre e hijo), en Catamarca, y Carlos Juárez y su esposa Nina Aragonés, en Santiago del Estero.
El Santiagueñazo es una demostración histórica de que aun los pueblos más mansos pueden decir basta, cuando los someten a sufrimientos que se tornan insoportables, o cuando sienten menoscabada la dignidad.
Cincuenta años de reinado de la familia Juárez
Al igual que otras familias patricias de provincias del norte del país, la dinastía Juárez era la que concentraba el poder político y económico en Santiago. Desde su llegada a la gobernación en 1949, Carlos Juárez estuvo durante cinco mandatos en diferentes años, siendo otras veces diputado y senador nacional. Murió en el año 2010 luego de haber sido el único dirigente político investigado, procesado y encarcelado en el 2008 por delitos de lesa humanidad cometido antes de 1976. Además cargaba con la imputación de la desaparición de 12 personas. Fue uno de los personajes más nefastos del peronismo y lideró un régimen político corrupto hasta la médula.
Las privatizaciones empezaron a tener en el año 93 un papel decisivo. Ese año se privatizó YPF, la empresa más importante del Estado, dejando a miles de empleados en la calle, quienes en 1996 protagonizaron otra gran pueblada conocida como el “Cutralcazo”. También es privatizada Somisa, dejando un tendal de despedidos en la calle, además de otras importantes empresas. Además se aprueba la Ley Federal de Educación, que tuvo como eje la descentralización de los presupuestos educativos a cargo de cada provincia. La política de reducción de gastos del Estado y el desfinanciamiento que sufrieron las provincias, hicieron estragos en la clase trabajadora, que además cargó sobre sus espaldas la larga derrota de la dictadura y no logró presentar respuestas a la altura de las circunstancias.